Homilía del 2 de Noviembre

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

2 de noviembre de 2025

Mateo 25, 31-46

 

En este día sagrado, cuando recordamos con fe y esperanza a nuestros hermanos difuntos, la Palabra de Dios nos conduce al corazón mismo del misterio cristiano: la vida, la muerte y la resurrección. El Evangelio que escuchamos nos presenta la escena solemne del Juicio final, donde el Hijo del Hombre vendrá rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, y se sentará en su trono de gloria (v. 31). Esta no es una visión que pretende infundir miedo, sino, más bien, despertar en nosotros el deseo de vivir en el amor que juzga con misericordia.

Jesús nos revela que al final de los tiempos, cuando todo se cumpla, el criterio del juicio será el amor: porque tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; era forastero y me hospedaste; estaba desnudo y me vestiste; enfermo y me visitaste; en la cárcel y viniste a verme (vv. 35-36). Estas palabras nos recuerdan que la salvación no se mide por grandes obras o gestos espectaculares, sino por la caridad sencilla y cotidiana. Dios no nos pedirá títulos, riquezas ni méritos humanos, sino la capacidad de haber amado concretamente a los más pequeños, a los olvidados, a los que nadie mira. 

Hoy, al orar por nuestros difuntos, contemplamos sus vidas a la luz de este Evangelio. Ellos también vivieron la fe, con sus luchas y esperanzas, con sus alegrías y sufrimientos. Pedimos para ellos la misericordia del Señor, que “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez 33, 11). Confiamos en que el amor de Dios, más fuerte que la muerte, los ha abrazado ya en su paz.

Pero esta conmemoración también nos interpela a nosotros. Recordar a los muertos no es solo mirar atrás con nostalgia, sino mirar hacia adelante con esperanza. La fe en la resurrección nos invita a vivir de modo que nuestra existencia tenga sentido a la luz de la eternidad. Cada gesto de amor, cada palabra de consuelo, cada acto de misericordia es una semilla que florece en la vida eterna.

Así, pues, el Evangelio de este domingo nos llama a reconocer a Cristo en el rostro del prójimo. “Yo les aseguro que cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron” (v. 40). Allí, en el pobre, en el enfermo, en el que sufre, Cristo mismo nos sale al encuentro. Amar al prójimo no es solo un mandamiento moral, sino el camino seguro hacia la comunión con Dios. 

Pidamos hoy al Señor que conceda el descanso eterno a todos los fieles difuntos, y que la luz perpetua brille sobre ellos. Y que a nosotros nos conceda un corazón sensible, capaz de reconocerlo y servirlo en los hermanos, para que, cuando llegue nuestro encuentro definitivo con Él, podamos escuchar esas palabras llenas de esperanza y consuelo: “Vengan, benditos de mi Padre, tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo” (v. 34).

P. José Luis

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